martes, 6 de diciembre de 2011

Un aspecto de la Inmaculada Concepción

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Un aspecto de la Inmaculada Concepción

La santa intransigencia
por Plinio Corrêa de Oliveira
El mundo en el que nació la Virgen
Las proporciones de un artículo como este no permiten una descripción pormenorizada del cuadro moral del mundo romano. Lo que, además, no sería muy necesario pues este cuadro es generalmente conocido. Por toda la extensión del Imperio, aristocracias nacionales en el último estado de descomposición moral se mezclaban con aventureros enriquecidos en los negocios, en la política o en la guerra; con libertos llevados a la cumbre de la influencia por el favoritismo; con actores y atletas famosos, en una vida de placeres ininterrumpidos en que los decadentes traían toda la molicie de su “spleen”. Los aventureros,
todo el desbocamiento de sus apetitos todavía mal cebados; los favoritos, los actores, los atletas, todo el ambiente de adulación, de insolencia, de intriga, de falsedad, de politiquería, gracias al cual se mantenían.
Augusto, en cuyo reinado nació Jesucristo, intentó en vano suprimir todos estos abusos que venían tendiendo a afirmarse de modo alarmante. Nada consiguió de duradero. En contraposición con esta élite -si es que así se la puede llamar- existía una cantidad incontable de esclavos de todas las naciones, de trabajadores manuales miserables, corrompidos bajo el peso de sus propios vicios y de los ejemplos venidos de lo alto.
Hambrientos, maltratados, codiciosos, ociosos, ellos querían deponer a sus amos, menos por la indignación que les causaban sus desmanes, que por no poder llevar la misma vida que ellos. Todo un cuadro, en fin, que no es necesario tener mucha cultura para conocer, ni mucha finura para sentir en su realidad vital, pues no difiere sensiblemente de los días tenebrosos en que vivimos…
Mientras así era el mundo antiguo, ¿quién era la Santísima Virgen, que Dios creó en aquella época de omnímoda decadencia? La más completa, intransigente, categórica, insofismable y radical antítesis de ese tiempo.
El vocabulario humano no es suficiente para expresar la santidad de Nuestra Señora.
En el orden natural los Santos y los Doctores la comparan al sol. Pero si hubiese un astro inconcebiblemente más brillante y más glorioso que el sol, a él la compararían. Y acabarían por decir que ese astro daba de ella una imagen pálida, defectuosa, insuficiente. Afirman que en el orden moral Ella transcendió todas las virtudes, no sólo de todos los varones y matronas insignes de la Antigüedad, sino -lo que es inconmensurablemente más- de todos los Santos de la Iglesia Católica.
Imagínese una criatura teniendo todo el amor de San Francisco de Asís, todo el celo de Santo Domingo de Guzmán, toda la piedad de San Benito, todo el recogimiento de Santa Teresa, toda la sabiduría de Santo Tomás, toda la intrepidez de San Ignacio, toda la pureza de San Luis Gonzaga, la paciencia de un San Lorenzo, el espíritu de mortificación de todos los anacoretas del desierto: ella no llegaría a los pies de Nuestra Señora.
Más todavía. La gloria de los Angeles es algo incomprensible al intelecto humano. Cierta vez apareció a un Santo su Angel de la Guarda y, tal era su gloria, que el Santo pensó que se tratase del propio Dios, y ya se disponía a adorarlo, cuando el Angel le reveló quién era. Ahora bien, los Angeles de la Guarda no pertenecen habitualmente a las más altas jerarquías celestes. Y la gloria de Nuestra Señora está inconmensurablemente por encima de la de todos los coros angélicos.
¿Podría haber contraste mayor entre esta obra prima de la naturaleza y de la gracia -no sólo indescriptible, sino incluso inconcebible- y la ciénaga de vicios y miserias que era el mundo antes de Cristo?
La Inmaculada Concepción
A esta criatura predilecta entre todas, superior a todo cuanto fue creado, e inferior solamente a la Humanidad Santísima de Nuestro Señor Jesucristo, Dios confirió un privilegio incomparable, que es la Inmaculada Concepción.
Como consecuencia del pecado original, la inteligencia humana se tornó sujeta al error, la voluntad quedó expuesta a desfallecimientos; la sensibilidad quedó prisionera de las pasiones desarregladas; el cuerpo, por así decir, quedó puesto en rebelión contra el alma.
Ahora, por el privilegio de su Concepción Inmaculada, Nuestra Señora fue preservada de la mancha del pecado original desde el primer instante de su ser. Y, así, en Ella todo era armonía profunda, perfecta, imperturbable. Su inteligenia-jamás expuesta al error, dotada de un entendimiento, de una claridad, de una agilidad inexpresable, iluminado por las gracias más altas- tenía un conocimiento admirable de las cosas del Cielo y de la tierra. La voluntad, dócil en todo al intelecto, estaba enteramente vuelta hacia el bien, y gobernaba plenamente la sensibilidad, que jamás sentía en sí, ni pedía a la voluntad algo que no fuese plenamente justo y conforme a la razón.
Imagínese una voluntad naturalmente tan perfecta, una sensibilidad naturalmente tan irreprensible, ésta y aquella enriquecidas y super enriquecidas de gracias inefables, perfectísimamente correspondidas en todo momento, y se puede tener una idea de lo que era la Santísima Virgen. O mejor, se puede comprender por qué motivo ni siquiera se es capaz de tener una idea de lo que la Santísima Virgen era.
“Inimicitias ponam”
Dotada de tantas luces naturales y sobrenaturales, Nuestra Señora conoció por cierto la infamia del mundo en sus días. Y con esto sufrió amargamente. Pues, cuanto mayor es el amor a la virtud, tanto mayor es el odio al mal.
Ahora, María Santísima tenía en sí abismos de amor a la virtud y, por lo tanto, sentía forzosamente en sí abismos de odio al mal. María era, pues, enemiga del mundo al cual vivió ajena, segregada, sin cualquier mezcla ni alianza, vuelta únicamente hacia las cosas de Dios.
El mundo, a su vez, parece no haber comprendido ni amado a María: no consta que le hubiese tributado una admiración proporcionada a su hermosura castísima, a su gracia nobilísima, a su trato dulcísimo, a su caridad siempre exorable, accesible, más abundante que las aguas del mar y más suave que la miel.
¿Y cómo no habría de ser así? ¿Qué correspondencia podía haber entre Aquella que era totalmente del Cielo, y aquellos que vivían sólo para la tierra? ¿Aquella que era toda fe, pureza, humildad, nobleza, y aquellos que eran todo idolatría, escepticismo, herejía, concupiscencia, orgullo, vulgaridad? ¿Aquella que era toda sabiduría, razón, equilibrio, sentido de las proporciones, templanza absoluta y sin mancha ni sombra, y aquellos que eran todo desmán, extravagancia, desequilibrio, sentimiento equivocado, cacofónico, contradictorio, estridente a respecto de todo, e intemperancia crónica, sistemática, vertiginosamente creciente en todo? ¿Aquella que era la fe llevada por una lógica diamantina e inflexible a todas sus consecuencias, y aquellos que eran el error llevado por una lógica infernalmente inexorable, también a sus últimas consecuencias? ¿O aquellos que, renunciando a cualquier lógica, vivían voluntariamente en un pantano de contradicciones?
“Inmaculado” es una palabra negativa. Significa etimológicamente la ausencia de mancha y, por lo tanto, de todo y cualquier error por menor que sea, de todo y cualquier pecado por más leve e insignificante que parezca. Es la integridad absoluta en la fe y en la virtud. Es, por lo tanto, la intransigencia absoluta, sistemática, irreductible; la aversión completa, profunda, diametralmente opuesta a toda especie de error o de mal. La santa intransigencia en la verdad y en el bien, es la ortodoxia, la pureza, en oposición a la heterodoxia y al mal. Por amar a Dios sin medida, Nuestra Señora correspondientemente amó de todo corazón todo cuanto era de Dios. Y porque odió sin medida el mal, odió sin medida a satanás, sus pompas y sus obras, al demonio, al mundo y a la carne.
Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción es Nuestra Señora de la santa intransigencia.
Verdadero odio, verdadero amor
Por esto, Nuestra Señora rezaba sin cesar. Y, como tan razonablemente se cree, Ella pedía la venida del Mesías, y la gracia de ser sierva de aquella que fuese escogida como Madre de Dios.
Pedía el Mesías para que viniese Aquel que podía hacer brillar nuevamente la justicia sobre la faz de la tierra; para que se levantase el Sol divino de todas las virtudes, disipando las tinieblas de la impiedad y el vicio en todo el mundo .
Nuestra Señora deseaba, es cierto, que los justos que viven en tierra encontrasen en la venida del Mesías la realización de sus ansias y de sus esperanzas; que los vacilantes se reanimasen, y que de todos los abismos, almas tocadas por la luz de la gracia levantasen vuelo hacia las más altas cumbres de la santidad. Pues estas son por excelencia las victorias de Dios, que es la Verdad y el Bien, y las derrotas del demonio, que es el jefe de todo error y de todo mal.
La Virgen quería la gloria de Dios por esa justicia que es la realización en la tierra del Orden deseado por el Creador. Pero, pidiendo la venida del Mesías, Ella no ignoraba que éste sería la Piedra de escándalo, por la cual muchos se salvarían y muchos recibirían también el castigo de su pecado. Este castigo del pecador irreductible, este aplastamiento del impío obcecado y endurecido, Nuestra señora también lo deseó de todo corazón, y fue una de las consecuencias de la Redención y de la fundación de la Iglesia, que Ella deseó y pidió como nadie. Canta la Liturgia: “Ut inimicos Sanctae Ecclesiae humiliare digneris, Te rogamos audinos“. Y antes de la Liturgia por cierto el Corazón Inmaculado de María ya elevó a Dios súplica análoga, por la derrota de los impíos irreductibles.
Admirable ejemplo de verdadero amor, de verdadero odio.
Omnipotencia suplicante
Dios quiere las obras. El fundó la Iglesia para el apostolado. Pero por encima de todo quiere la oración. Pues la oración es la condición de la fecundidad de todas las obras. Y quiere como fruto de la oración, la virtud.
Reina de todos los apóstoles, Nuestra Señora es, sin embargo, el modelo de las almas que rezan y se santifican, la estrella polar de toda meditación y vida interior. Pues, dotada de virtud inmaculada, Ella hizo siempre lo que era más razonable. Y si nunca sintió en sí las agitaciones y los desórdenes de las almas que sólo aman la acción y la agitación, nunca experimentó en sí, tampoco, las apatías y las negligencias de las almas perezosas, que hacen de la vida interior un biombo para disfrazar su indiferencia por la causa de la Iglesia.
Su alejamiento del mundo no significó un desinterés por el mundo. ¿Quién hizo más por los impíos y por los pecadores que Aquella que, para salvarlos, voluntariamente consintió en la inmolación crudelísima de su Hijo, infinitamente inocente y santo? ¿Quien hizo más por los hombres, que Aquella que consiguió que se realizase en sus días la promesa del Salvador?
Pero, confiando sobre todo en la oración y en la vida interior, ¿no nos dio la Reina de los Apóstoles una gran lección de apostolado, haciendo de una y otra su principal instrumento de acción?
Aplicación a nuestros días.
Tanto valen a los ojos de Dios la almas que, como Nuestra Señora, poseen el secreto del verdadero amor y del verdadero odio, de la intransigencia perfecta, del celo incesante, del espíritu de renuncia completo, que propiamente son ellas las que pueden atraer las gracias divinas para el mundo.
Estamos en una época parecida a la de la venida de Nuestro Señor Jesucristo a la tierra. En 1928 escribió el Santo Padre Pío XI que “el espectáculo de las desgracias contemporáneas es de tal manera aflictivo, que se podría ver en él la aurora de este inicio de dolores que traerá el Hombre del Pecado, elevándose contra todo cuanto es llamado Dios y recibe la honra de un culto“ (Enc. Miserentissimus Redemptor del 8 de Mayo de 1928).
¿Que diría él hoy?
Y a nosotros, ¿qué nos compete hacer? Luchar en todos los terrenos permitidos, con todas las armas lícitas. Pero antes de todo, por encima de todo, confiar en la vida interior y en la oración. Es el gran ejemplo de Nuestra Señora.
El ejemplo de la Santísima Virgen, sólo con su auxilio se puede imitar. Y el auxilio de Nuestra Señora sólo con la devoción a Nuestra Señora se puede conseguir. Ahora, ¿en qué puede consistir la devoción a María Santísima sino en pedirle, no sólo el amor a Dios y el odio al demonio, sino aquella santa entereza en el amor al bien y en el odio al mal: en una palabra, aquella santa intransigencia, que tanto resplandece en su Inmaculada Concepción?
Plinio Corrêa de Oliveira, (extracto de “A santa intransigência, um aspecto da Imaculada Conceição“, in Catolicismo n°45, Septiembre de 1954)
4 dic 2011 | por Acción Familia |

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