Prosigo con una parte de mis memorias, esta vez siguiendo
con mi niñez. Ya deje claro que todo este juego de palabras, era con un fin al
que pienso llegar.
Mi niñez, pese a mi delicado estado de salud, no lo cambiaria por nadie. Hasta los once
años que ya tuve unas crisis de asma que me incapacitaron totalmente en lo físico,
era un niño de los que hoy se denominan superdotados. Escuchaba las charlas que
mis maestros tenían con mis padres que así se pronunciaban, pero además,
cualquier persona del entorno siempre acababan diciendo “este niño es muy
inteligente”. Nunca estudiaba en casa,
iba a la escuela diez minutos antes, me leía la lección y, me quedaba
grabada como en un disco duro, siempre el primero de la clase. Pero después de
esos dos terribles años postrados en una cama llena de almohadas, esa capacidad
de retentiva quedo muy mermada. Yo mismo fui consciente de ese cambio, aunque
nadie me hablara de ello. Siempre lo he atribuido a esos dos años (11 a 13 años) en que la
asfixia debió de afectarme el cerebro por falta de oxigeno.
En casa había una habitación que estaba a mi libre
disposición. En ella erigía un altar en forma de escalinata, a base de cajas de
cartón que cubría con una sabana blanca. Era el mes de Maria. En cada escalafón
había sus figuras de santos y, en la cumbre la Santísima Virgen
Inmaculada. Cada figura tenía su luz propia, además de las velas como mandan
los cánones y, un montón de jarrones con flores. La verdad es que impresionaba.
La chiquillería del barrio venían todas las tardes a rezar a casa e, incluso traían
flores. Como todo lo que hago desde que tengo uso de razón, me surge de lo
más hondo de mi alma. Ahora me podrán
llamar hereje y sacrílego, pero un crío de siete a diez años no creo que fuese
nada de eso, porque en mi santa inocencia, lo vivía tan intensamente que llegue
a realizar las funciones de “sacerdote”, dando la “comunión” a todos los
asistentes. Por cierto que en aquellas fechas no se podía masticar la hostia, así
que les costaba de tragar unas “hostias” de cartón durísimo sacado de cajas de
zapatos, camisas, etc. De aquella asistía a las Congregaciones Marianas que se
hallaban en la iglesia de la Santa Cueva
de Manresa. Por la mañana del domingo asistía solito a la Eucaristía a las ocho
de la mañana, con ello me daban una asistencia. Luego ya por la tarde asistía a
catequesis en las ruinas en que dejaron los rojos, la antigua iglesia hospital
donde San Ignacio estuvo como paciente. Allí entre las piedras, al aire libre recibíamos instrucción
religiosa y, por diversos conceptos recibíamos distintas asistencias que se podían
canjear por imágenes o asistir en el “gallinero” del cine de las Congregaciones
Marianas. Así que tenia todo el día ocupado.
Cuando llegaba septiembre ya empezaba a construir el pesebre
que me presentaba a concurso en la modalidad infantil y, que del primero al último siempre conseguí el primer premio. En vez de hacer montañas con
corcho, las hacia de tierra de la calle, lo cual requería montones de cubos de
tierra. Tenia una cascada de más de un metro de altura, su río y lago con peces
vivos. Construía con arcilla el establo donde nació el Señor, puentes y, otras
construcciones. Era un pesebre muy impactante, porque había mucha técnica. El
sol recorría de un extremo a otro todos los tres metros que tenia de largo
mientras empezaba iluminándose poco a poco y, terminaba oscureciendo de igual
forma. Ese invento provoco que en todo un día no diese el abasto en fundir
plomos y, dejar la casa a oscuras. Pero mis padres jamás me regañaron por tantos
trastornos que les ocasionaba.
Otro invento fue que el ángel de la Anunciación no fuese estático,
para ello construí un montículo y detrás de el salía el ángel que recorría unos
diez centímetros y, que al situarse a la altura de los pastorcillos se encendía
un foco que lo iluminaba. Eso lo conseguí con una vía de tren y, un vagón de
tren que sustentaba el ángel y, que al llegar el vagón al tope hacia de
interruptor para encender el foco. De la hoguera salía humo de verdad, para
ello encendía un cigarro que con un ventilador transportaba por un tubo el humo
del cigarro hasta la hoguera y, de paso
no se apagara. Al inscribirse a concurso, se confeccionaban listas con los
domicilios de los concursantes y, durante los festivos eran un desfilar de
gente que venia a verlo, desde el propio alcalde, jefe policía municipal,
sacerdotes. Tenia habilitadas unas sillas para los invitados y, yo desde una
esquina iba manipulando hilos, interruptores, etc. Para la época costaba mucho
dinero ese montaje, pero ese dinero lo conseguía con mi propio esfuerzo. Me iba
a una montaña ha recoger manzanilla, tomillo y romero, hacia unos manojos y, me
plantaba en la calle a venderlo (debo ser el primer top manta de la historia).
Luego en ese monte vi un terrenito llano y, sembré ajos, invite a mi padre a
ver ese improvisado huerto y, quede de piedra cuando me dijo que eran cebollas y no ajos, yo no se
si los arranque antes de tiempo y, tenían la apariencia de cebollas, pero el
caso es que vendí toda la producción. Nunca pedía dinero a mis padres para esos
menesteres y, otros caprichos. Tenía un canterano y, me gustaba tenerlo lleno
de material de escritorio; plumas estilográficas, tinteros, muchos lápices,
gomas de borrar, secantes, etc.
Cuando ya habían pasado Reyes, me entraba una gran pereza
por desarmar el pesebre, sobretodo porque tenia que bajar a la calle decenas de
cubos de tierra. Así que lo reconvertía. Hacia garajes con ascensor, carreteras de cemento, estación de tren y,
colocaba vías para los trenes de los cuales era un verdadero aficionado y, allí
desataba mi pasión por los coches, combinado con fuertes y, figuras de indios y
americanos. Continuara….
Muy linda tu historia,casi parecida a la nuestra.Las vivimos de chico con mi hermano que hoy es sacerdote.Me acuerdo que él siempre hacia de sacerdote y nosotros de fieles y cantabamos en Himno Nacional Argentino,porque las canciones de la Iglesia no nos podiamos aprender con facilidad con mi hnita más pequeña.
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